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Sucedió una tarde, y ni siquiera me di cuenta. Estando en unos grandes almacenes, mi marido me dirigió tranquilamente al área de las televisiones. Acercándose a una bastante grande, me preguntó: “¿A qué se ve bien?”. “Se ve bien, sí”, dije, sin prestar demasiada atención. Terminamos nuestras compras, nos fuimos, y nunca más se supo del tema.
Pero resulta que no fui la única a la que llevó a aquella sección. Unos meses después hizo lo mismo con sus padres. A ellos, sin embargo, les reveló sus maléficos planes: quería una de aquellas enormes teles. En mi casa.
Cuando me lo dijo, pensé que bromeaba. ¿Por qué? ¿Acaso no funcionaba nuestra televisión perfectamente bien? Sí, es cierto: no era demasiado ‘smart’ que digamos, y a veces nos costaba varios intentos enviar cosas desde el móvil a la pantalla, pero nada con lo que no pudiéramos vivir. “Pero la otra se ve mucho mejor”, me insistía. Evidentemente, tenía razón: sí, se veía mejor. Pero, ¿qué significaba eso para nosotros?
Veamos: nuestro hijo ve media hora de televisión al día, alguna peli el fin de semana. Nosotros nunca ponemos la tele excepto para ver series o películas, pero cuando llega la noche, estamos absolutamente agotados, y la mayoría de los días, simplemente, nos vamos a dormir. A veces, si tengo muchas ganas de ver algo, me lo pongo en el iPad mientras mi hijo juega, y mi marido hace lo mismo en la pantalla de su ordenador cuando está solo en su estudio. ¿Hasta qué punto iba a cambiar mi vida tener una televisión mejor?
Así era mi tele antes. Esta está en una casa frente al mar que recupera las técnicas y materiales tradicionales del Cantábrico y los reinterpreta a través del prisma contemporáneo. Más fotos, aquí.
David Zarzoso
Y si fuera ‘solo’ mejor, vale. Pero, de pronto, una mañana, alargándome un metro, me dijo: “Coge ahí”. Lo que estábamos midiendo, según me contó, era el tamaño de la nueva pantalla. Y el tamaño de la nueva pantalla-no exagero- era el mismo de toda mi pared. Bueno, en realidad, algo más, porque superaba por un poco el marco de la ventana.
“¡¿QUÉ?!”, grité. “¡¿Estás loco?!”. Vale, sé que a muchos, este comportamiento les parecerá completamente fuera de lugar. Pero entendedme: soy redactora de AD. He escrito montones de artículos en los que hablo de trucos para ocultar la televisión; he entrevistado a interioristas que afirman de manera contundente que lo peor que le puede pasar a tu salón es tener una pantalla a la vista, no digamos ya una gigante. Y ahí estaba mi marido, decidiendo que nuestra pantalla (de unas 50 pulgadas, que ya es decir) no era suficiente: que necesitábamos más. Mucho más. Todo lo que nuestra pared diera de sí. Concretamente, 85 pulgadas: casi dos metros de largo por más de uno de ancho.
Por supuesto, me negué. Pero, ¿hasta qué punto puedes negarte a algo cuando tu pareja también es dueña de la casa? Me dijo, no sin razón, que había cedido en todo lo demás (esa pintura de cal tan cara, las sillas Mariposa, esa mesa tan bonita, las lámparas en las que me empeñé…). Incluso me había dejado elegir completamente el sofá (aunque, siendo justos, eso también le evitó horas y horas de trabajo investigando y decidiendo). Ahora era su turno. Y él, dijera yo lo que dijera, quería la televisión.
Entertainment news Celebrity gossip Movie and TV show updates Latest celebrity news Trending entertainment stories Sobre la elegancia
Me senté, derrotada, en el sofá. Pensé que ya nunca más podría invitar a nadie a casa, tal era el crimen decorativo que se estaba cometiendo en mi hogar. Veamos: ¿por qué odiaba yo la idea de aquella televisión con todas mis fuerzas? ¿Por qué no quería beneficiarme de los últimos avances tecnológicos? ¿Acaso las cinéfilas no soñamos con sacar el máximo partido a series y películas, sentirnos ‘como en el cine’ en nuestra casa? Lo cierto es que, objetivamente hablando, las ventajas eran evidentes. Me sentía snob, y casi desagradecida, al expresar mis inconvenientes: “¡Pero no ves que una televisión tan grande es una horterada!”.
El apartamento parisino de Coco Chanel. ¡Ni una tele a la vista! Más fotos, aquí.
Photo: Francois Halard
Por supuesto, la elegancia es algo distinto para cada uno. Cada grupo social y cada época tiene sus propios códigos. ¿Cuáles eran los míos, y de dónde los había sacado? Me gustaba lo que decía Coco Chanel (“La sencillez es la clave de la elegancia”), e incluso la acepción de Balzac (“Ser elegante es, esencialmente, preferir la sencillez al lujo”). No obstante, a pesar de apelar a lo simple, ambas frases apuntaban en realidad a todo lo contrario: solo el que tiene la oportunidad de elegir lo mejor, lo más grande, puede permitirse preferir todo lo contrario.
El origen de la palabra ‘elegancia’ viene, de hecho, de la palabra ‘elegir’. La verdadera elegancia, creemos -o nos han hecho creer- no es estridente, sino discreta. Esta idea, probablemente, nos empuja a arriesgar poco y a parecernos mucho. Sobre la vida elegante, de hecho, dijo Balzac que es “la ciencia que nos enseña a no hacer nada como los demás, pareciendo que lo hacemos todo como ellos”.
En realidad, no obstante, podemos ir más allá: queremos parecernos entre nosotros, ‘los elegantes’, para diferenciarnos con ello de los otros, de ‘los que no lo son’. Con aquella televisión, simbólicamente, yo me estaba bajando del primer carro, algo que mi ego se negaba a asumir.
Entertainment news Celebrity gossip Movie and TV show updates Latest celebrity news Trending entertainment stories Hombres y televisiones
Dado que la elegancia es una convención social, y una no necesariamente global, cuando hablaba del tema de la tele con mis amigos, pocos entendían realmente el problema. Curiosamente, un par de ellos, hombres, atribuyeron esta búsqueda de una pantalla grande a algo masculino: “Las crisis de los hombres heteros son así, Marta, qué te voy a contar”, dijo uno. Otro, mirando aquel engendro, comentó jocoso: “Un poco más y te hace de cortina también. Pero me parece que un hombre, de vez en cuando, tiene que ser un hombre”.
El único lugar donde yo querría tener una pantalla grande: en una sala de cine, como la que tienen los Javis. Más fotos, aquí.
© Pablo Zamora / Estilismo: Ana Rojas / Asistentes estilismo: Esther Pastor y Lucía Sobas. Asistentes fotografía: Edu Orozco y Daniel Carretero.
¿Es hacerse con una pantalla gigante una suerte de hito generacional para los señores de 45 años? ¿Es el nuevo comprarse un coche rápido, adquirir una moto grande? ¿Es una muestra de estatus, un sueño largamente acariciado, un código especial?
Sea como fuere, que aquella compra tuviera que ver o no con una crisis de mediana edad no cambiaba el hecho de que se acercaba irremediablemente el día en que llegaría a mi casa. En defensa de mi marido, diré que intentó comprar una televisión de 80 pulgadas, pero por lo visto, no las hacían en ese tamaño.
Entertainment news Celebrity gossip Movie and TV show updates Latest celebrity news Trending entertainment stories La hora de la verdad
Cuando la caja apareció en mi puerta, su ineludible materialidad tomó el lugar de las mediciones simbólicas. “Parece una cama”, dije. Una vez colocada en el salón, no se podía escapar a sus metros: mirases donde mirases, acababas viendo aquella enorme superficie negra. En mi mente, aquel aparatejo era perfecto para la sala de cine de una McMansion, pero no para contemplarlo desde un sofá colocado a menos de tres metros.
Encendido, el hechizo, revestido de color, era aún más potente. Vale, sí. Tenía que reconocer que la definición era fantástica, que la interfaz era útil (¡podía hablarle al televisor!) y que, bueno, resumiendo: viéndola, parecía que estaba sentada en el barco de vuelta a casa con los Ratliff, disfrutando de los últimos rayos de sol tailandeses perfectamente dibujados en la pantalla.
The White Lotus es ahora poco menos que una experiencia inmersiva…
Courtesy of HBO
Aquella noche, me acosté de madrugada, hipnotizada como estaba ante los rayos extraordinarios de aquel dispositivo. Por supuesto, cada vez que mi marido pasaba por el salón, la broma era ineludible: “¿No decías que no te gustaba la pantalla…?”. Y no, ¡no me gusta ese enorme rectángulo negro en mi salón! Sin embargo, cuando la enciendo, no puedo más que caer rendida ante sus píxeles perfectos. Y, además, ya que está aquí, ¿no sería poco elegante no aprovecharla…?
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